¡Fiesta!

─¡A lo grande, a lo grande…! ¡Viva la fiesta, viva…! –clamaba la vieja mientras dejaba entrever entre los colgajos de una blusita de color salmón unos pechos grises, secos y arrugados, luchando por hacerse con otra de las copas que venían llenas de su ambrosía hasta el mismo tope.

─¡Pásame esa copa, ca…ma…rero…! –parecía haberle hecho ya su efecto la oscura bebida.

─Sólo una más, vieja avariciosa, y deja de lanzarme a la cara esos resoplidos que huelen a podrido… Hay otros seis nuevos residentes a quienes atender esta noche, no lo olvides –dijo el camarero apartándola de su lado con el empellón de un huesudo antebrazo que dejaba al descubierto la manga de su traje oscuro de los años treinta.

─Eso, eso… Danos de beber a todos, amigo; a los nuevos también, y que no pare la fiesta en toda la noche, que pronto suene la orquesta y podamos bailar esa voluptuosa danza que ayer me dejó exhausta, ca…ma…rero… -replicó medio borracha la vieja mientras caía malamente con todos sus huesos muy cerca de la entrada principal, víctima del fuerte empujón.

En un par de segundos la alegría de la reunión se convirtió en alboroto general cuando hicieron su entrada triunfal los esperados músicos. Los cinco subieron al improvisado escenario e imitaron un artificioso número de claqué que dejó atónito al personal. Mientras sus brazos parecían querer quebrarse de un momento a otro por lo frenético de sus movimientos, los pies de los cinco intérpretes se movieron en perfecta armonía y conjunción consiguiendo un zapateado aún mejor que el de Fred Astaire de sus mejores tiempos. Al terminar, el enfervorizado aplauso sonó como el choque sordo de cien docenas de palillos de tambor golpeados entre sí sin orden ni concierto.

Tras el sorprendente número, saludaron sin más preámbulos y se pertrecharon de sus tambores y de algunos oxidados cencerros; mientras, dos de los otros camareros repartieron algunas placas metálicas y otros instrumentos con las que hacerlas sonar a modo de martillo; al poco, y después de contar hasta tres, incitaron a todos ellos con el rítmico chasqueo de sus dedos y marcaron el inicio del sincopado ritmo que daría lugar al éxtasis. Aquello hizo hervir las caderas de los asistentes con perversos movimientos y todos a una se organizaron en fila para hacerse cuerpo con el contagioso compás.

─¡Fiesta… fiesta…! ¡Que no pare…! –gritó la vieja desde el suelo, abriendo su descarnada quijada mientras sus huesos seguían sin control el ritmo de aquella conga infernal. En las vacías cuencas de su fracturada calavera parecían adivinarse unas lucecillas de alegría desbocada bailando también al compás marcado por los cinco esqueletos subidos en lo más alto del suntuoso mausoleo. Esa noche el cementerio de Saint Patrick era una vez más un hervidero incontenible y, para sus eternos residentes, el cieno del colector general, muy cercano a la verja de su entrada principal, una fuente inagotable de su bebida preferida…

─¡Fiesta…! ¡Fiesta…! –gritó la Luna al Cielo, haciendo supurar con un falso ceño las meteóricas pústulas de su faz…

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