Finas arenas de un color preciosamente asalmonado, pigmentadas a la vez con un ligero verde metálico en algunos lugares, le rodeaban sin fin por los cuatro puntos cardinales. Nada se divisaba a todo lo ancho y largo de su circular visión, siquiera el más pequeño montículo desde donde alzarse y dominar un poco más el lejano horizonte. Las luces que regalaban los cuatro grandes soles, dos de ellos a punto de extinción, se repartían en todas las direcciones, y hasta las rocas más diminutas se vestían con temblorosas semisombras que le hacían creer estar dotadas de vida propia, como moviéndose alrededor de sí mismas, creando una especie de curioso baile espectral.
Llevó su vista lo más lejos que pudo usando al máximo el zoom del aparato y le vino la idea redundante de que aquello era “inmensamente” inmenso; procesó sus impresiones como pudo, pero se apoderó de él la duda de lo indefinido y se le antojó imposible terminar todo el trabajo que se le había encomendado desde el Centro Espacial terrestre.
Ya había computado más de dos meses desde su aterrizaje y nada había encontrado que sirviera a la humanidad para avanzar algo más sobre la existencia de vida extraterrestre; tan solo algunas rocas sedimentarias le hicieron aflorar vagamente la idea de obtener un pequeño vestigio de vida, muy primitiva e incipiente, microbiana tal vez, quizás acuática, y en tiempos que remontaría, según sus cálculos, más allá de la protohistoria del planeta.
Lo demás había sido rutinario: recogida de pequeños residuos, análisis de muestras, espectrogramas de sonidos, cartografías, remisión de resultados; todo muy aburrido, día tras día, noche tras noche, si es que pudiera hablarse de esas fases de luz en un planeta con múltiples soles. Al final, después de consultar con Base Alfa, llegó a la conclusión de que era absolutamente improbable la existencia de vida en aquella perdida y triste roca del espacio.
Pero había recibido instrucciones muy precisas: investigar, investigar e investigar… siempre investigar… ¡investigar siempre!
Se paró un instante y recordó con nostalgia la maldita cuenta atrás que significó su definitiva expulsión de su planeta nativo: seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno… ¡Dios; qué horror abandonarlo!..
Ahora estaba aquí, sólo, sin más compañía que aquellos despoblados horizontes y las huellas de su propio deambular, marcadas para siempre sobre las rojas y secas arenas de un planeta muerto, a cientos de años luz de distancia. No podía hacerse a la idea de que la inmensa soledad de aquel lugar sería, para siempre, su única y fiel compañera.
Giró mecánicamente 180 grados y observó con meditación los contrastados y curiosos dibujos que habían fijado para siempre los cruzamientos de sus incontables paseos; pensó que quizá, algún día, otro llegara hasta esa misma coordenada y creyera al observarlo que el planeta ofrecía compañía. Resultaba grotesco y triste. Pero no… no haría falta; su pila atómica duraría eternamente mientras no faltara el uranio concentrado que había descubierto en aquella inmensa mina del subsuelo.
─Se queja el hombre de su soledad…, procesa.
─Soledad… soledad… ¿Qué sabe el hombre de la soledad?.., se lamenta el pequeño robot automotriz, y enfoca sus digitales binóculos hacia el negro cielo, ahora estrellado por mil millones de guiños de remota esperanza.
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