-I-
Aquella mañana se había levantado de muy buen humor. Era un día soleado y alegre, como nunca había disfrutado en las bulliciosas calles del París ochocentista. El bullir del gentío era parte de la idiosincrasia en la hermosa y cultural villa, y era raro el día en que las gentes se cobijaran pronto en sus casas para abandonar el trasiego de la animada tremolina. Hiciera sol o tormenta, cayeran chuzos o pesados copos de nieve, siempre había un roto para un descosido, gentes para unos gustos y otros; era el precio a pagar por la cada vez mayor mezcolanza de razas y variopintas culturas. Tan solo la noche cerrada conseguía calmar la ajetreada circulación de esa peculiar sangre en las principales arterias de la ciudad. Pero por pocas horas; las estrictamente necesarias para cumplir con el obligado descanso.
Jean-Jacques Moreaux se amamantaba diariamente de ese alegre bullicio –“mi droga mundana…”, así lo definía con la boca pequeña-, como el que toma la reconfortante, caliente y sabrosa sopa con una pequeña y plateada cucharilla postrera.
Los limpios y empedrados bulevares de su París natal, aunque pardos y otoñales, lucían animados e invitaban al disfrute del paseo; y así pues, alzando la vista al frente, tomó sin más dilación las riendas de sus largas piernas y comenzó su andadura, aceptándolo como un regalo personal, cabeza alta y pasos medidos, amenazando al mundo con su sola presencia.
Acudiría al mercadillo para adquirir un pescado, un pan y quizás alguna pieza de fruta. Después asomaría su gentil figura por alguna de las recoletas tabernas de Montparnasse para observar y aprehenderse de su curioso submundo; pero antes pararía en el camino y contemplaría con disfrute en las tranquilas aguas del Sena las graciosas figuras de los patos y sus grandes parientes, los cisnes, siempre agitando las plumosas colas mientras picoteaban no se sabe qué cosas o animalillos que nadaban bajo su plateada superficie. A veces le parecía que filosofaban entre ellos y, aunque su fuerte no era precisamente la poesía, le resultaba dulce y embriagador oír el contraste del chasquido de sus picos entremezclado con el relajante chapoteo de las aguas del río.
Allí, en aquellos recorridos lugares, estaba durmiendo toda la historia de la bella y bulliciosa urbe; eso era lo que el modesto y joven escritor Moreaux pretendía despertar para su propio usufructo, intentando apoderárselo para sí mismo, y solo para sí, robándole a la ciudad aquellos viejos y añorados olores a papel y madera, a hierro y adobe, a ciencia y arte…, si acaso pudiera con todos los sentidos, para después poder trasladarlo vívidamente a sus propias e inventadas historias, donde sus atrabiliarios personajes imaginarios interpretaran con estudiada pasión sus irreales “perfomances”.
Sería un buen día para el paseo, la contemplación y el solaz de seguir vivo; recopilaría en su caminar emociones, figuras y sonidos, ademanes e insultos, el ruido quejumbroso de desvencijadas carretas y los tristes golpes de los badajos en el campanario de la bella catedral, la Notre Dame; coleccionaría los gritos de los alfareros y demás mercaderes, el miedo a los oscuros sitios escondidos, el olor caliente de gozosas mujeres, la loca algarabía de los niños, ensimismados en sus inocentes o -la mayoría de las veces- crueles juegos.
Y tendría la ocasión de despreciar en su fuero interno a los hombres llenos de sudor y mugre por el esfuerzo de su delincuencia, a los chulos señoritos ricos contratando sucio sexo a las jóvenes prostitutas de las estrechas calles de Montmartre por dos miserables monedas de cobre; el olor a estiércol, a cieno, a aguas estancadas, a hojas muertas…, la vida misma con todos sus contrastes que gratuitamente le ofrecía su viejo y querido París.
Nada era desechable al escritor.
Presto pues, sus primeros pasos se dirigieron hacia los pequeños tenderetes que lucían con múltiples colores el asediado mercadillo, y allí dispuso de tres o cuatro monedas fraccionarias que convirtieron su bolsa panadera en algo más rollizo que un simple trapo, haciéndose de esta manera también más importante…, máxime después de haber calculado mentalmente que el precio total de las vituallas adquiridas había sido muy interesante para su indigente y mermada calderilla.
-II-
La charla y, casi siempre, discusiones con los mercaderes le divertían jocosamente. Le resultaba un juego emocionante llevarles la contraria con muy simulada rabia, retándoles en el precio que solían exigir por sus viandas y utensilios varios. A menudo conseguía sacarles de sus casillas con sus argumentos elocuentes y complejos, hasta que lograba la venta a la baja, y de esta guisa obtenía precios más cercanos a sus pretensiones de compra. Como es natural, sus estratagemas le procuraban que, al darse la vuelta, tras sus espaldas, algún que otro burlado tendero le dedicara con aspavientos los peores improperios, dirigidos bien hacia su longilínea persona bien acordándose de su santa y difunta madre.
Pero poco le importaba. ¡Todo por la causa! No estaban las cosas para comprar un cuartillo a precio de cuartillo y medio.
Sumido en estos pensamientos, apenas se dio cuenta de haber sobrepasado la orilla izquierda del río donde solía sentarse a meditar sus contemplaciones. Pensó en volver, pero reconsideró que la vuelta por el mismo camino también le brindaría después la oportunidad de visitar una vez más uno de sus sitios preferidos, y olvidóse del tema para más tarde.
Accedió, pues, a la calzada con paso decidido evitando interceptar el nervioso trote de un moderno carruaje tirado por un par de hermosos caballos ricamente enjaezados. El fuerte sudor de los dos nobles brutos que tiraban de la carretela se evaporaban en blancas y caprichosas volutas por entre sus largas crines, y hacían de sus poderosos cuellos una estampa perfecta para un nuevo cuento que, de repente, se plasmó en su cerebro; y lo anotó mentalmente para después hacer uso conveniente del caprichoso momento.
Tras cruzar el bulevar dio a parar a la entrada de una empinada callejuela que desembocaba -según creía él- a la estación del Oeste, recientemente construida. Le encantaba el progreso; después se pasaría por la estación para echar una primera ojeada pues, hasta ahora, no había tenido la oportunidad de curiosear en el nuevo lugar.
Había leído en la prensa local que en el futuro esa estación sería un punto de confluencia del tránsito de mercancías europeo, especialmente desde Alemania, aumentando con ello las posibilidades de exportación, siempre necesario para Francia; aunque también los trenes de pasajeros brindarían a las gentes soñadoras la oportunidad de conocer en menos tiempo más horizontes que los de la antigua Galia. Esa lectura le había despertado un nuevo sueño. Algún día cumpliría esa joven inquietud y llegaría a escribir una buena novela de viajantes y desconocidos paisajes.
Sí: decididamente, el tema le gustaba. Pero por el momento se conformaría con observar lo que más cerca tenía. Así se consoló y siguió su camino.
Como el que no quiere la cosa, y por no medir sus pasos, quiso la mala fortuna que casi sin quererlo pisara un asqueroso recuerdo que algún zigzagueante amigo del dios Baco había dejado en el adoquinado la noche anterior, resbalando de tal suerte que su larga figura no tuvo más remedio que saludar amistosamente el nivel del mismo suelo, pero evitando -¡gracias a Dios!- embadurnarse con el repelente y pegajoso líquido que adornaba la acera.
Visiblemente enojado se levantó injuriando al malnacido que dejara el recadito, y trató de limpiar a manotazos sus únicos, pero relucientes, pantalones de las posibles suciedades que se hubieran podido adherir al mismo.
–¡Maldito bastardo! ¡Cerdo del infierno! –exclamó, sin querer pararse a razonar que era el precio que a veces se pagaba por intentar ir por el mundo siempre con la cabeza muy alta.
Sin embargo, jamás hubiera reconocido que los males no vienen solos, cosa que el destino le haría más adelante aceptar como algo inexorable. Al menos para él.
Bueno; pues lo cierto es que alzando la vista quedó petrificado.
–¡Qué hermosura de escritorio! –acertó a exclamar, quedándose embobado.
La pequeña tienda que tenía ante sí dejaba ver en su interior todo lo que una clásica almoneda podía ofrecer a aquellos entusiasmados locos encariñados del mueble antiguo; pero algo especial, muy especial, sobresalía entre todas aquellas joyas hechas por la mano del hombre: el buró. Para ser más exactos: “aquel” enigmático buró. ¡Era único! Un escritorio precioso, finamente materializado de una madera noble –quizás caoba, o cerezo- artísticamente lacada, de un color caramelo que incitaba fuertemente al encanto de la escritura. Nada más verlo quedó fielmente prendado de una posesión irrefrenable.
-¡Es una maravilla! – gritó en voz alta.
Se acercó algo más para observar, tras la cristalera y con mayor detenimiento, los delicados adornos que representaban las bellas incrustaciones marfileñas que enfatizaban el lujo de sus líneas, y puso especial atención en sus pequeños compartimentos, esas gavetas varias que invitaban a guardar los clásicos utensilios de escritor, donde celar después bajo llave las historias más logradas, los sueños más quiméricos, las ideas…, los proyectos.
Y, por último, se percató del… tablero de escritura. Jamás había visto una joya tan refinada. Sus ribetes dorados estaban fantásticamente labrados con unos preciosos arabescos de entrelazadas figuras geométricas donde se notaba que el virtuoso artista, dueño de esa descomunal obra –posiblemente inglés, o quizás francés-, no se había recatado lo más mínimo con el carísimo pan de oro.
Escribir sobre aquella “delicatessen” debía ser el sueño dorado de todo intelectual. Sentir el suave y cantarín nacimiento de las palabras sobre el seco y blanco papel y la roma punta de la plumilla acariciar, tras la tintada hoja, su tierna, verde y acogedora piel, se le antojaba como algo alucinante, incluso hasta obscenamente voluptuoso.
–¡Menuda maravilla! –volvió a gritar.
–¿Le gusta, señor? Se lo dejo a buen precio –oyó sorpresivamente a su izquierda, pillándole de improviso.
El viejo anticuario estaba ante la puerta de su local y le miraba estudiada y fijamente por encima de unas gruesas y redondas gafas. Su aspecto era afable; bajito, enjuto y bien encarado, con mirada de lupa escrutadora. Quizás algo desaseado en lo personal por la descuidada barba de varios días y el grueso bigote grisáceo que le confería el aspecto de un pequeño guerrero galo, pero que le hacía un juego perfecto con la gruesa cachimba de la que humeaba un azucarado y embriagador tabaco de mezcla holandés.
Lucía un pantalón de peto que cubría una bonita camisa a cuadros azulados, ambas prendas más acordes para un artesano que de un regidor de almoneda.
–¡Oh! Lo siento, señor. Perdone mis explosivas interjecciones, pero no he podido contenerme. Este buró es una verdadera preciosidad, pero me es imposible comprárselo. Verá…; soy escritor y mi peculio es “algo mermado”… ¿me comprende? Pero daría cualquier cosa para que esta maravilla adornara el pequeño y humilde salón de mi apartamento –intentó excusar su gran interés, aunque dejando una puerta al diálogo. El regateo siempre fue algo superior a él, pero esta vez era plenamente consciente de que tal belleza no estaba a su alcance, mi mucho menos.
–¿Para quién si no está hecho un secreter? Un buen escritor es lo que está pidiendo este noble mueble, y no un estibador del puerto; digo yo –le contestó soltando unas enigmáticas risitas.
–Insisto; si le gusta se lo dejo a buen precio –continuó, rastreando aposta sus tres últimas palabras, subrayándolas.
Le picó la curiosidad; era evidente que jamás podría adquirirlo, pero aquel pícaro e inteligente viejo había conseguido engatusarle en extremo.
–¿Cuánto quiere por él? –le dijo al fin-. Es solo por saberlo; quizás conozca a algún compañero que pueda quedárselo. Yo ya le he dicho que no puedo comprarlo…
-…Y yo no quiero vendérselo, joven amigo –le contradijo.
–¿Cómo? ¿Me está tomando el pelo, maldito viejo? –se encabritó.
–No señor. Se lo alquilo. Este bello secreter jamás estará en venta. ¡Ni para usted ni para nadie! –le dijo, también alzando la voz malhumorado por el desaire.
–Perdone; ¿ha dicho que me lo alquila? ¿He… oído bien? –preguntó con aires más educados, conteniendo su sorpresa y pensando definitivamente que aquél viejo anticuario estaba realmente loco.
–Ha oído usted bien y no se lo voy a repetir. Medio franco de plata al mes, y es mi última palabra. ¿Le interesa?…
Jean-Jacques no se lo pensó dos veces.
-III-
La emoción que sentía era incomparable con cualquier otro sentimiento. Aún no se lo podía creer: iba a poder disfrutar de aquella maravilla durante al menos… ¡dos meses!..; además, ese era el tiempo que le duraría el resto del contenido de su esmirriada bolsa para poder cumplir honestamente con el viejo anticuario. Aunque estaba seguro de que podría obtener con sus nuevas publicaciones tres francos más durante el mes siguiente, decidió que lo más inteligente era salvaguardar bajo el colchón de su litera la media pieza de plata que aún le quedaba, y así se aseguraba poder cumplir fielmente con el trato.
Además, el diario local al que mandaba sus publicaciones jamás pagaba religiosamente, por lo que interiormente se reafirmó en que esa medida era la más adecuada. –“¡Como para fiarse de los periódicos! ¡Cuánta hambre le hacían pasar!” – se apenó de sí mismo.
Monsieur Enri Dupré –así se hizo llamar-había sido en extremo exigente a la hora de firmar el documento: por ejemplar triplicado y redactando él mismo unas cláusulas draconianas para caso de incumplimiento de pago, desperfectos, roturas o desaparición del mueble…, bla, bla, bla… y un montón de términos jurídicos que a duras penas logró entender. Le dijo que venía de familia leguleya y que su experiencia le dictaba que “las palabras se las llevaba el viento…” y que, por tanto, solo “… el papel bien amarrado podía soportar tanto la euforia de los más violentos tifones como los cínicos argumentos del más recalcitrante e incumplidor contratante”, según sus propias expresiones.
–“Amigo… –le aseguró-; en los negocios no hay amigos, ni familia ni padrinos”, y a fuer de ser sincero tuvo que reconocer que el aserto del conservador vejete era tan cierto como real.
Hizo también especial hincapié en asegurarse que, en caso de su fallecimiento o discapacidad, quedaba facultado “sin más trámites, para retirar del domicilio, de forma inmediata, el secreter de su propiedad”, haciéndoselo autorizar así, de forma expresa, en el último párrafo del contrato, inmediatamente a la antefirma.
Bueno; la verdad es que todo esto le pareció justo, pero en absoluto su rocosa negativa a que se pudiera llevar el mueble tras la firma. Le hubiera resultado harto sencillo encontrar un medio idóneo de transporte, pero Monsieur Dupré se negó y se negó rotundamente sin que hubiera forma humana de convencerle de lo contrario, como tampoco quiso explicarle el motivo de su negativa.
Finalmente firmó todo el papeleo y, después de entregarle contra recibo la plata prometida por el mes corriente, quedaron en que un mozo se lo llevaría a su pequeño apartamento recién amaneciera el siguiente día, despidiéndose ambos con un fuerte apretón de manos. Minutos después –ya en el bulevar- le sorprendió la especial robustez del viejo anticuario, pese a la edad que aparentaba, pues su efusiva despedida le había dejado bien remarcados los seis dedos de su mano derecha durante un buen rato…
… ¿Seis dedos…? Esta sorpresiva pregunta se le quedó aparcada momentáneamente en la mente sin apenas darse cuenta de tan extraño hecho, aunque se dijo que había oído o leído en algún lugar que existían algunas personas nacidas con este tipo de… ¿deformaciones?
Pero, en fin; “érase que se era” que el joven escritor salió de la recoleta almoneda todo orgulloso y estirado, pecho henchido, mirada al frente y dueño exclusivo de su éxito, amo de su propio ego y envuelto en una nebulosa de quimeras y felices ensoñaciones; se imaginaba ya recreando a vuela pluma el esbozo de las magníficas historias que llegaría a forjar sobre aquel hermoso tapete, apoyado sobre el tablero y envuelto en el cariñoso abrazo del soñado y felizmente conseguido buró.
Cualquiera diría que, de haber habido un gallo en las inmediaciones anunciando su chulería gallinácea y pregonando “¡eh, eh! ¡estoy aquí, y me amaréis todas, hermosas mías, por guapo, listo y aseado!..”, los ocasionales transeúntes que detectaran la notoria presencia de ambos sujetos habrían tenido justificación suficiente por equivocarse en discernir cuál de los dos era el gallo más real, si el grande o el pequeño…, salvo por la ausencia de la roja cresta.
Y de esta forma, estirado y firme, tendió Jean-Jacques Moreaux sus pensamientos con la intención de dirigirse a su modesta morada y esperar con nerviosa impaciencia el cumplimiento del contrato por parte de Monsieur Dupré.
-IV-
No había podido conciliar el sueño durante toda la noche pensando en el rincón donde colocaría el ansiado escritorio: al lado de su litera…, cerca del único ventanal que daba a la Place du Tertre, siempre ajetreada por las discusiones del gentío…, o en medio del salón que, a la postre, era a su vez vestíbulo, dormitorio, cocina y escusado. A pesar de su larga vigilia y del ínfimo espacio disponible aún no lo tenía decidido, y eso le ponía aún más nervioso.
Su pequeño apartamento apenas tenía unos pocos metros cuadrados, quizás ocho o nueve, no más, y en él transcurría la vida de Jean-Jacques Moreaux desde hacía más de dos años. El ventanal existente daba a la plaza, y era el único hueco por donde entraba la luz del día…, aparte del frío, el calor, el viento y la lluvia, siempre dueños de sus irreparables rendijas que impedían el correcto cierre de sus batientes. El vetusto entarimado del suelo, eternamente sucio, era de un color negro-grisáceo que –sin exagerar- debía rendir culto a todo el polvo acumulado durante los últimos cien años, buen conocedor, por otra parte, de las kilométricas caminatas a que su dueño le sometía durante las tardes de invierno para poder entrar en calor y combatir el gélido frío de París.
Una tía suya se lo había dejado por única herencia. Bernadette, única hermana de su difunto padre, era el último familiar que le quedaba hasta que falleció por consecuencia de un desgraciado accidente: resbaló por la escaleras y dio con su viejo y obeso cuerpo contra el duro terrazo de la entrada al portal; a pesar de haber solo diez escalones, eso fue suficiente para provocarle la grave rotura de la cadera y, a la postre, su definitiva sentencia de muerte. El maldito entarimado que conformaba también los peldaños de aquella vieja escalera, arcaicos y machacados por la carcoma y el tiempo, había tenido mucho que ver con el luctuoso tropiezo de su fallecida tía, marcando con ello el fin de sus días.
A ella debía agradecerle tener al menos el cobijo de aquel pequeño cubículo donde había expirado su último aliento; el mismo lecho que ahora él ocupaba cada noche había sido el testigo más íntimo de su larga agonía. La recordaba a diario y echaba de menos; parte de su infancia y un tramo de su juventud transcurrió al lado de sus anchas faldas, a veces excesivamente almidonadas, y aún le agradecía que le hubiera tratado como si fuera su propio hijo. –“El día de mañana serás un gran escritor, mi querido Jean… Francia te recordará por tus grandes obras, y hasta el mismo infierno se rendirá a tus encantadoras ensoñaciones…”– le había caramelizado el oído en muchas ocasiones mientras le servía en el plato sus sempiternas pero sabrosas gachas.
Sumido en estos pensamientos, cayó en la cuenta de que debían ser más de las once.
La tardanza del mozo le produjo una enorme desazón; hacía más de cuatro horas que había amanecido y no vislumbraba el momento de su llegada. El viejo le había prometido que, tras el amanecer, haría llegar el mueble a su domicilio, pero era obvio que no había cumplido con su palabra. La larga espera se le estaba haciendo eterna e insufrible. Incorporó del asiento su larga figura con un nervioso respingo y se lanzó con muy mal humor hacia el ventanal, abriendo los polvorientos batientes con evidente despecho y ansiando ver llegar al mozo con su esperado buró.
No tendría que esperar mucho más.
La Place du Tertre estaba empezando a convertirse en el lugar acostumbrado de exhibición de pintores y bohemios de toda índole y razas, amén de rincón de conversaciones, clandestinas reuniones de discusiones políticas y negocios a veces no muy limpios; no obstante se alegraba por ello, pues este ambiente le había procurado mucho material que había sabido explotar eficazmente en muchos de sus relatos.
Lo cierto es que, con súbita alegría, por una de las calles que desembocaban a la concurrida plaza, llegó a divisar un pequeño carromato que, tirado por un triste mulo, portaba –¡por fin!- su tan esperado escritorio. –“¡Bien hallado sea Dios!” –exclamó suspirando.
-V-
–Deja, déjalo aquí en medio; no te molestes…, ya lo colocaré yo después en un sitio más recogido -despidió al mozo con cajas destempladas, empujándole después de firmarle el recibo y cerrando la puerta tras de sí. Estaba deseando quedarse a solas y contemplar la belleza de su carísimo y bello antojo.
Después de recuperar el resuello que le produjo la emoción del momento, procedió a desembalar sin más dilación el objeto de sus deseos con un mimo extraordinario, y fue destapándolo quedamente, como a una bella mujer a la que descubrir el secreto de su esbeltas líneas, despojándole poco a poco de la doble tela de arpillera que se había utilizado en su envoltura para protegerle de los posibles golpes que pudiera sufrir durante el traslado. Cuando lo hubo conseguido, ensimismado y resplandeciente de admiración, tomó asiento lentamente en el borde del lecho y se detuvo a observarlo tomándose todo el tiempo del mundo.
Al cabo de un largo rato -que le pareció más que fugaz-, decidió definitivamente instalarlo delante del ventanal; -“… será un buen sitio” –se dijo. Tal hizo y colocó frente al mueble la única silla que tenía, ruinosa y tan destartalada como el resto de su morada. Observó el conjunto de ambos y, encontrándolo a su gusto, tomó el viejo gabán disponiéndose a visitar el mercadillo de Montparnasse con la idea de adquirir una resma de papel, un par de botes de tinta y algunas plumillas nuevas, y así rendirse el debido culto durante las tranquilas horas de la noche, a solas, disfrutando y bebiendo la ambrosía de la escritura en tan bello secreter.
Fue cerrando la puerta con mucho sigilo al tiempo que admiraba nuevamente por entre la rendija las bellas líneas de su adorado mueble y después tomó con prisas el camino planeado, teniendo sumo cuidado en pisar sobre las caras menos gastadas de aquellos malditos y traicioneros escalones.
“¡Va a ser genial!..” –gritó llegando al portal.
-VI-
El reloj del Hôtel de Ville marcó diez largas campanadas. No le había sido fácil volver hasta su barrio de Montmartre; la policía se había hecho fuerte en la salida del puente para ejecutar una redada y había cortado con fuertes medidas de seguridad la posible huída de los delincuentes que buscaban. Las agudas pitadas de sus antipáticos silbatos aún le resonaban en los oídos; pero, después de identificarse debidamente, los gendarmes le dejaron pasar sin más explicaciones.
Eso sí: tardó más de una hora en poder cruzar el puente y ya se había echado la noche encima.
Había conseguido adquirir en el mercadillo, por muy buen precio, como siempre, el material necesario para disfrutar durante la noche de la escritura; pero después se entretuvo en visitar tres o cuatro tabernas –ya no recordaba bien cuántas debido a los vapores que le azufraban-, donde hizo sus oraciones y se calentó el aterido estómago con varias jarras del peleón vino de la campiña; también intentó medio llenarlo con un cuarto de pan y un trozo de salchichón cuya dureza le recordó mucho el cuero de sus viejos zapatos.
Según se iba acercando a la Place du Tertre planeó pasar la mañana siguiente por el periódico local y pactar con su odiado director la entrega de todas esas nuevas historias que desde hacía horas pergeñaba en su cabeza. La sola idea le produjo escalofríos, esta vez reconfortantes. Cuando llegó al portal ya tenía decidido el final del relato que escribiría esa noche.
Presto pues, subió los escalones de dos en dos y abrió la puerta…
La poca luz reinante no ayudaba mucho. Los escasos farolillos de gas existentes en la plaza eran más bien mortecinos y el ventanal apenas recogía sus débiles reflejos; tomó a tientas el candil de parafina que tenía en la pared, a su derecha, localizó la mecha y la prendió. Poco a poco la temblorosa proyección de la delicada llama fue permitiendo a Jean-Jacques acostumbrarse a la semipenumbra; después pudo distinguir con más claridad los objetos circundantes y lo primero que hizo fue buscar la bella figura del buró.
Se acercó con impaciencia y observó extrañado que a la izquierda del tapete se disponían, perfectamente ordenadas, unos cientos de cuartillas de papel en blanco que él no recordaba haber dejado allí. Pero lo que más le sobresaltó, poniéndosele esta vez los pelos como escarpias, fue la disposición del tintero y la pluma, ambos meticulosamente preparados para la escritura. Era evidente que él no había sido el autor de esos preparativos, pues hasta su vuelta carecía del necesario material. Se quedó pensativo observando el misterioso hecho y elucubrando sobre quién pudiera haber entrado en su morada y gastarle la “divertida” broma, llegando a dudar sobre si los todavía recientes vapores del vino peleón que circulaba en su estómago le estaban jugando esas malas pasadas.
Dejó el capote sobre el lecho y, con ciertas precauciones, tomó asiento frente al buró.
¡¡Valdría más que no lo hubiera hecho!!
… En un instante una especie de halo amarillo y carmesí rodeó todo el contorno, como si una burbuja hecha de un magma líquido y transparente hicieran de ambos, escritor y buró, un mundo aparte… pero infernal.
Las variadas gavetas del escritorio –excepto dos- se abrieron y cerraron sin cesar, y comenzaron a interpretar una melodía agónica y tamboril, imitando fielmente los latidos de un enorme corazón…, pom…, pom…, pom…; se inició con un ritmo muy rápido, después fue bajando y posteriormente volvió a retomarlo alocadamente, y así secuencialmente, una vez tras otra…, pom…, pom… pom…, una y otra vez…
En uno de esos momentos de espasmos cardíacos, uno de los virginales folios se movió lentamente como llevado por una invisible y fantasmal mano, para después colocarse delicadamente en el verde tablero frente a los desencajados ojos de Jean-Jacques; apenas un segundo después la pluma salió del tintero y repitió el mismo movimiento con vida propia, con la roma punta ya húmeda y lista para la escritura, ofreciéndose con movimientos sensuales a la mano del escritor e incitándole a plasmar en la recién trasladada hoja todas las ideas de un gran relato.
–¡Esto es… insólito; tengo que estar soñando! ¡He de levantarme y salir de aquí! –gritó aterrado, negándose a la fantasmal invitación del utensilio.
Bastó pronunciar estas palabras para que en un instante, como un resorte y a una sola orden, se abrieran las dos gavetas que permanecían cerradas hasta ese momento y salieron de ellas cinco pequeños diablillos. Su aspecto, pese a su pequeñez, era tenebroso: ojos grandes y rasgados, incendiados de odio, piel arrugada de una color rojo sangre, unas babosas bocas que se contraían con risas burlonas y crueles y sus… ¿piernas?… querían remedar las patas posteriores de un macho cabrío.
Los cinco vestían un pantalón corto de peto y una camisa a cuadros azules.
Sin más dilación, de un saltito y todos a una se precipitaron desde el borde de las gavetas hasta el centro del tablero produciendo un ruido sordo en su caída y, con movimientos perfectamente aprendidos y controlados, al unísono, cogidos de la mano a veces, sueltos en algún compás en otras, comenzaron a ejecutar un baile obsceno, retorciéndose, dándose palmas, juntando sus sucias bocas y sobándose voluptuosamente las pequeñas entrepiernas, gritando repetidamente cada uno de ellos con una vocal distinta…, ¡ja, ja, ja…! ¡je, je, je…!, ¡ji, ji, ji…!, ¡jo, jo, jo…!, ¡ju, ju, ju!..; y no porque se carcajearan del joven y aterrado escritor, sino porque pronunciaban sus propios nombres a modo de presentación mirándole fijamente a los ojos.
–¡Esto es delirante!.. ¡Dios mío… quiero salir de aquí¡ –gritó intentando levantarse del asiento con un supremo esfuerzo y huir del horrible aquelarre.
De súbito se hizo el más absoluto silencio; las gavetas cerraron su loco e infernal tamborileo y los rojos diablillos aprovecharon ese momento de distracción para, entre los cinco, sujetar al escritor con sus pequeñas garras de seis dedos y conseguir de esta forma hacerle coger -por fin- la volátil y fantasmal pluma. El joven sintió repentinamente una insuperable comezón en su mano diestra, un deseo irrefrenable de contar historias, cuantas más mejor, cientos de relatos…, ¡y a buen seguro que cumpliría su sueño!
Su distracción fue el último acto del que fue consciente; todo lo demás aconteció de esta misma forma, mañana tras mañana, tarde tras tarde, noche tras noche… hasta el final de las dos semanas siguientes en que sus fuerzas se extinguieron por inanición y definitivamente falleció abrazando su bello y maravilloso buró.
Cientos de hojas manuscritas quedaron dispersas en el sucio suelo; los cinco diablillos prepararon su recogida y las fueron guardando en perfecto orden distribuyéndolas entre las diversas gavetas del escritorio. Después, con parsimonia infinita y técnica propia del más experto cirujano, procedieron a cortar del vientre de Jean-Jacques un trozo rectangular de piel, guardándola después también bajo llave. Hecho todo este trabajo procedieron a retirarse y se encerraron en los mismos nidos que antes les habían cobijado, momento en que la roja esfera infernal desapareció y todo volvió a la normalidad… excepto el muerto.
-VII-
Tres días después de la extraña muerte compareció ante la gendarmería del distrito un pequeño hombrecillo reclamando para sí la propiedad del buró. Dijo haberse enterado del fallecimiento de su arrendatario y que –por lo tanto- ya no tenía objeto continuar con el arriendo, según el documento firmado entre ambos. La exhibición del contrato donde aparecía la firma del fallecido Moreaux convenció al jefe de policía, y no tuvo mayor inconveniente en que se retirara el mueble reclamado.
Antes se había mostrado muy suspicaz e interrogativo con Monsieur Dupré sobre si tenía algún conocimiento del posible asesinato del joven escritor, así como la causa de que le faltara un trozo de piel de su vientre; pero, tras negar repetidamente conocer dato alguno que le pudiera servir de pista a la autoridad, le hizo acompañar de dos gendarmes al domicilio para que procediera definitivamente a su retirada, recuperando de esa manera la propiedad del buró.
-VIII-
Dos horas después, Monsieur Dupré, una vez recolocada su delicada propiedad en la trastienda del local, pulsó un escondido resorte existente bajo el tablero del escritorio, abriéndose automáticamente dos de las gavetas. Acto seguido saltaron de las mismas los cinco aviesos e infernales diablillos, Ja, Je, Ji, Jo y Ju, quienes colocaron a toda prisa en el centro del tablero una pequeña prensa tamaño folio, sacaron centenares de hojas manuscritas del resto de los cajones y, tras ordenarlas en un santiamén, las colocaron celosamente en su interior, procediendo al encolado del lomo con fuertes tiras de algodón tejido.
Después, con mayor detenimiento, abrieron el último de los cajones y extrajeron de su interior con mucha delicadeza un trozo de tersa, seca y blanca piel que utilizaron para envolver y pegar en una doble cartulina, dándole la forma del libro con el que finalmente se uniría para servirle de lujosas tapas.
Hecho esto, prensaron fuertemente todo el conjunto y forjaron un sello de plomo, lo humedecieron en tinta indeleble y finalmente lo izaron sobre la tapa y después sobre el lomo, imprimiéndolos con el título por el que dicho libro sería eternamente conocido… en el Infierno:
COLECCIÓN JÓVENES ESCRITORES
TOMO 3412 – LIBRO 823
“LAS CIEN ÚLTIMAS OBRAS DE JEAN-JACQUES MOREAUX”
-Impreso por Enri Dupré, Diablo Mayor de París (Francia)-
-Epílogo-
… Este buró es una obra de arte –dijo el alto funcionario a su joven y hermosa acompañante. –Me encantaría tenerlo en mi oficina –propuso, y siguió admirando tras el cristal los bellos detalles del mueble.
–¿Le gusta, señor? Se lo dejo a muy buen precio –oyó sorpresivamente a su izquierda, pillándole de improviso…
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